Hace 50 años fallecía Castillo Lastrucci. Sin su obra no se entendería la Semana Santa  Su corazón, cansado de tanto ideal creado, no p...

Sin su obra no se entendería la Semana Santa

Hace 50 años fallecía Castillo Lastrucci. Sin su obra no se entendería la Semana Santa 

Su corazón, cansado de tanto ideal creado, no pudo más. Hoy hace justamente medio siglo que se apagó su reloj biológico de esta vida. Cincuenta años sin nosotros, pero enigmáticamente, viviendo entre nosotros, en cada mirada de cristal de sus vírgenes, en cada ojo pintado en los párpados de las imágenes salidas de sus manos.

Desapareció el hombre artista, pero jamás el mensaje de su obra. Castillo vuelve a respirar, y lo hace en cada mirada de un hermano hacia su obra, en cada rezo, en cada chicotá de un paso de palio o en el andar de un paso de misterio; y lo hace cada Semana Santa, desde que fueron creadas. Porque ganó el laurel de la inmortalidad, como corona de mérito de la que goza en la plenitud de su silencio. Aquel que a veces grita en las bullas, donde enmudece el viento, y donde la luz de una candelería encendida engalana y endulza la pena recogida en el semblante castizo de sus dolorosas.

Sevilla atesora la gravedad de su ingente obra, la de un hijo que entregó su vida por amor a su ciudad, a la imaginería y a su Semana Santa; a la que le devolvió el latido perdido. Pasa el tiempo y este se encarga de poner las cosas en su sitio, de ubicar los valores de meritoria enjundia, allí donde se soportan por sí mismos. Castillo Lastrucci labró la madera con la descarga de sus latidos, sofocándolos con su tierna mirada interior, para luego sacar fuera e inmortalizar en la materia, todo aquello que su personalidad artística atesoraba.

Cincuenta años sin su figura humana entre nosotros, una calle rotulada con sus apellidos lo recuerda en la nomenclatura del callejero de Sevilla y de otras localidades.

Cincuenta miradas al corazón de sus obras, con cincuenta respuestas: la de un beso en Santiago; la resignación y entrega en San Andrés; el buen morir en la cruz en San Julián; la lectura de una Sentencia en un barrio macareno; la de un romano a caballo en la Pureza de todas las Esperanzas; una burla en la ojiva de San Esteban; una Presentación con Pilatos en pie, entregándolo al pueblo lavándose las manos...

En el templo de San Julián descansan sus restos mortales, sus huesos, aquellos que pasearon por nuestras calles, sus calles y soportaron el peso de sus anhelos, de su sufrimiento, de su amor y desidia ante las ingratitudes, pero también la alegría por entregarse en cada nueva obra salida de su inspiración.

Cincuenta entrecejos ceñidos, cincuenta miradas de ojos rasgados. Cincuenta recuerdos, uno por cada año que ya no estuvo entre nosotros, pero se quedó para siempre, morando en un gozo eterno, en un Dulce Nombre de la Reina del orbe, con olor a retama de Hiniesta, y donde el aire extasiado exclamó en la calle Castilla, dibujando con sus labios una O, rotunda. Démosle al hombre lo que es del hombre y a Dios lo que es de Dios. Démosle al hombre artista la grata mirada a su obra, en el cincuentenario de su partida, aunque como reitero, él nunca se marchó; su espíritu tiene muchas miradas por las que mirar. Ventanas a su ciudad desde las mismas puertas de la eternidad.

Fuente: El Correo

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