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Un patrimonio devocional con la obligación moral de transmitir

Tenemos la obligación moral de transmitir a nuestros hijos y nietos (cuando tengamos) el patrimonio devocional que hemos heredado o, incluso, el que hemos sido capaces de atesorar durante los años de pertenencia a nuestra hermandad, bien sea desde el anonimato de una presencia ocasional, de una visita esporádica pero reparadora y vitalizadora a nuestros titulares, de la incorporación anual al cortejo penitencial, siempre distinto, siempre pleno de vivencias y recuerdos entrañables, e incluso, en la distancia, aferrándonos a la estampa que guardamos con mimo y mostramos a los demás, en prueba palpable de nuestros sentires espirituales, o bien desde el compromiso adquirido en una etapa indeleble de nuestras vidas, por haber asumido responsabilidades de gobierno y que habrá dejado huella en el ámbito familiar, especialmente cuando esa fuerte vinculación temporal no desaparece o se desvanece con la culminación del mandato.

Asimismo, son incontables y absolutamente necesarios los hermanos que entregan su tiempo, sin medida ni recompensa material alguna, para colaborar en todas las áreas de la hermandad, primordialmente en la priostía y la secretaría, manos fraternas, personas sencillas que no anhelan posiblemente un cargo, pues saben que el mejor modo de servir es entregándose, sin perderse en reflexionar sobre quiénes dirigen los destinos de la hermandad en cada momento, pues ellos trabajan y ofrecen sus conocimientos y capacitación para seguir escribiendo la más brillante y fructífera historia de la gran familia cofradiera en la que están insertados. Otro ejemplo cotidiano del más asentado enriquecimiento en los fervores personales y comunitarios.

Pues ese es el exclusivo bagaje que hemos de transferir inexcusablemente a quienes toman ya el relevo de nuestras devociones, compartiéndolas con la intensidad del amor filial o expectantes a cuanto de sus admirados abuelos son capaces de percibir, con la presteza, frescura y asombro de sus escasos años. Desde el primer contacto con el manto de la Virgen que recoge nuestras cuitas y amores o a los sagrados pies o manos del Señor de nuestra más profunda veneración; con la primera túnica de lactante o ya de inquieto y jovial monaguillo, imagen perfecta de un futuro asegurado; con el hábito nazareno que les otorga una inusitada formalidad en el cortejo y los deseos de cumplir con su deber como hermano; o como punto de unión entre el pasado y el porvenir, entre el ayer y un mañana que ya se hace realidad en el hoy de esas figuras contrapuestas por la edad y la experiencia, todos estos valores cofradieros son el mejor legado que podemos entregar afectivamente a quienes deben ocupar nuestras preferencias. Y esa misión educativa, privilegiada y entrañable, tiene para mí, ahora, un nombre: nuestros hij@s.


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