No te puedes imaginar la ilusión que me produjo cuando me incluiste el año pasado en el grupo de WhatsApp que administras pues me pareció maravilloso que pudiéramos estar en contacto tan perfecto ese abanico de personas a las que un hecho tan trivial como el título de nuestro grupo había unido en la vida hacía décadas: personas a algunas de las cuales habíamos perdido el rastro y con este avance tecnológico nos íbamos a poder comunicar contándonos cómo nos iba (o nos había ido) la vida tras aquel hecho tan significativo para todos nosotros. Pero no paro de darle vueltas a una idea que me corroe a diario, cuando le dedico el ratito que puedo al medio centenar diario de entradas que presenta el grupo, y, como no me atrevo (ahora te diré por qué) a enviártelo por el WhatsApp te lo digo así: y es que no soporto ya perder cada día un buen rato intentando encontrar algo personal y estimable que me diga algo de alguno de vosotros pues todo se me convierte en un insufrible ir escarbando entre el cúmulo de chistecillos y reenvíos de ese que tú ya sabes, que yo no se los abro ya nunca, porque tengo otras tareas en que entretenerme, pero que me tienen el móvil atorado siempre, y no paro de vaciar el chat, y de eliminar de la galería vídeos de tantos megas que me dejan el cacharro inservible. ¡Y eso que no quiero mencionar la lucecita del móvil en la mesita molestando con su parpadeíto desde las una de la madrugada, o los hirientes ataques ramplones y cafres al partido político de su desagrado o a su equipo de fútbol antagonista, por no citar el continuo pisoteo tan gratuito que hace a la dignidad de las pobres gentes anónimas que salen en algún reenvío que he abierto por casualidad!
He estado varias veces a punto de decirte que me borres del grupo, pero no lo he hecho porque no lo tomaran a mal los restantes miembros, pero, sobre todo, porque no se lo tomara a bien el de los reenvíos y la tome conmigo y encima yo sin enterarme.
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