Francisco Gallego, el hombre que salvó a Jesús Nota previa aclaratoria: El contenido de este artículo, es la trascripción más o menos ex...

"Francisco Gallego, el hombre que salvó a Jesús", por Juan Fisac

Francisco Gallego, el hombre que salvó a Jesús
Nota previa aclaratoria: El contenido de este artículo, es la trascripción más o menos exacta de una conversación mantenida en la década de los sesenta del pasado Siglo XX entre Francisco Gallego (ya fallecido), y mi padre, Juan Vicente Fisac Barbé, en la que el primero le relató al segundo, un hecho del que fue protagonista, y que tuvo como resultado que hoy podamos seguir venerando la bendita imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno, titular de nuestra Cofradía. Toda esta información ha sido completada con algunos datos históricos específicos relacionados con el principal, de los que he tenido noticia en estos años, y cuyos protagonistas y fuentes de información, por una cuestión de prudencia y salvaguarda del anonimato, guardaré en el más riguroso secreto.
No pretendo, dicho sea de paso, bajo ningún concepto, crear polémica, ni despertar susceptibilidades políticas ni religiosas, nada más lejos de mi intención, únicamente deseo sacar a la luz un hecho histórico, para aquellos que no lo conozcan, tan heroico como prodigioso y trascendental para nuestra amada Hermandad, y, dicho sea de paso, honrar la memoria de aquel gran hombre, valiente como pocos, que fue Francisco Gallego, difundiendo su legado, un legado al que tanto debemos todos aquellos que sentimos la mirada infinita de Jesús Nazareno como el regalo más grande para un “morao”.

Francisco Gallego era un daimieleño esencialmente bueno, con toda la dosis de heroicidad, coherencia y sensatez que este término conlleva. Católico profundo, era herrero de profesión y sacristán en la Parroquia de Santa María la Mayor de Daimiel, en donde además se hizo popular por sus cánticos en los funerales de los fieles y en las novenas en honor a la Virgen de las Cruces, de ahí que se le conociera cariñosa y popularmente como Pitones “el Cantor”.
Durante los primeros meses de la fatídica Guerra Civil (18 de julio de 1936 – 14 de abril de 1939), que asoló a España entera, la furia iconoclasta del bando republicano, llegaba a un brutal y violento paroxismo, y Daimiel no era, por desgracia, una excepción.
En este escenario, y situados en el mes de agosto de 1936, Francisco Gallego caminaba hacia su domicilio tras empedrar un trillo en una huerta cercana a la localidad. Al llegar a la Paz, pues le pillaba de paso, vio la puerta de la Ermita abierta y sin vigilancia; ésta había sido tomada, como todos los templos religiosos de Daimiel, por milicianos republicanos, y convertida en cochera, expulsando previamente a las monjas carmelitas de su convento anexo, y transformando éste en cuartel.
En ese momento, una “extraña” intuición invadió su mente, y al instante entraba a la iglesia contemplando un espectáculo dantesco de ruina y destrucción. Sus pasos se dirigieron al huerto interior, y entre imágenes mutiladas, altares deshechos y enseres sacros de todo tipo hechos añicos, se topó con la cabeza de Nuestro Padre Jesús Nazareno que, seccionada del resto de su cuerpo convertido en pedazos, yacía entre ese auténtico montón de detritus. Su impresión fue tal que al principio no pudo ni reaccionar, –señalar que los días anteriores, Nuestro Padre Jesús Nazareno, había sido profanado de su altar, y llevado hasta la cuesta del cementerio, donde fue colocado con un gorro cuartelero sobre su cabeza y un fusil haciendo guardia, para burla y escarnio atroz de todos los que por allí pasaban; días después fue llevado de nuevo a la Ermita de la Paz, allí lo destrozan y decapitan, existiendo testimonios de la época que aseguran, que con su cabeza se jugó al fútbol en la plazoleta de la Paz, y se lanzaba a puntapiés por la Calle Sacristía de la Paz abajo, repito que muchas personas atestiguan la desoladora escena- pero al instante, sujetándola entre sus manos, tuvo claro que tenía que sacarla de allí como fuera, salvarla en cualquier caso, pero, cómo sin levantar sospechas.
Con un nudo en la garganta tuvo una idea; se encerró con ella en un pequeño cuartillo que circundaba el citado huerto, sacó de su esportilla de enea, donde guardaba sus herramientas, y que siempre llevaba consigo, una sierra y –ni corto ni perezoso- serró la cabeza del Nazareno en dos mitades, la cara o mascarilla por un lado, y el occipital o nuca por otro; después escondió la primera en su espalda sujetándola con una cordeta, y la segunda en el fondo de su cesto, cubierta por el martillo, tenazas, y demás instrumentos de carpintería.
Sin perder un minuto de tiempo, se dirigió a la salida donde un miliciano armado, ahora sí, vigilaba el acceso al arrasado templo: - ¡Qué llevas escondido en el pecho!- le gritó, -nada, nada, maderas y trastos viejos que he encontrado en el huerto y que me sirven para la fragua- le respondió Francisco con el miedo recorriéndole de manera angustiosa las entrañas, -está bien, vete y no vuelvas más por aquí-, le espetó el guardia republicano.
Tras esa hazaña, en la que se jugó su propia vida, Francisco Gallego escondió durante un tiempo la cabeza de Nuestro Padre Jesús en su casa, liada entre trapos, y enterrada en el basurero de su domicilio (previamente se la había ofrecido a una vecina de calle, para que la escondiera, por temor a que las sospechas recayeran en él, pero ésta, por miedo, la rechazó), y más tarde se la entregó para su protección a Ramón Urgelles –el secretario burgalés del Ayuntamiento de Daimiel por aquel entonces- muy religioso, que también custodió y escondió la túnica nueva de Jesús (con la que procesionó hasta 2013, confeccionada por las monjas carmelitas, y estrenada un año antes, en la Semana Santa de 1935), así como la túnica “de diario”, que lucía en su hornacina. Ambas están expuestas en la actualidad en la Casa Museo de la Cofradía.
En 1940, terminada la trágica contienda, Ramón Urgelles depositó la cabeza (aun en dos partes) y las túnicas en manos del secretario de la Cofradía, Jesús Sedano Moreno, que posteriormente se restaura uniéndolas y ensamblándolas al nuevo cuerpo, que le esculpió el escultor, imaginero y catedrático madrileño Federico Coullaut-Valera Mendigutia (1912-1989), dando como resultado la actual imagen.
Concluyo rindiendo un merecido homenaje póstumo de memoria, respeto y admiración, a este hombre que –poniendo incluso en jaque su propia vida, repito- salvó una imagen que, por encima de su valor artístico y material, materializa la devoción y la fe de todo un pueblo, Nuestro Padre Jesús Nazareno.
Que Él lo tenga a su lado en la Gloria.

Juan Bautista Fisac Martín-Pozuelo






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