Ha llegado la hora. Has buscado con el olfato el olor a la gloria. Una túnica limpia y planchada huele a gloria. Una túnica recién utili...

Ha llegado la hora.


Ha llegado la hora. Has buscado con el olfato el olor a la gloria. Una túnica limpia y planchada huele a gloria. Una túnica recién utilizada, con los bajos negros y churretes de cera huele a misión cumplida, a inicio de añoranza, a espera. Huele a camino de vuelta, a bostezo y humo, a beso de un padre que ya no te abraza
Foto:  @JPioCordoba  

Como cae, sin remedio, la arena del reloj al que se le acaba de dar la vuelta, el tiempo ha regresado para visitar el miedo de tu pecho cuando has visto la túnica, otra vez, colgada de la puerta de tu cuarto. La reina de la casa la puso en ese lugar para subrayar que con ella se abre y se cierra cada latido del corazón del hijo que ama. Un repeluco ha recorrido todo tu cuerpo y no puedes dejar de mirarla una y otra vez. Ella permanece en silencio, como respetando la inquietud que ahora te abraza. Parece conocer su sagrado cometido. La túnica de nazareno de tu cofradía, la tuya, está dispuesta un año más a custodiar cada poro del cuerpo que ha esperado su día santo con la ilusión de un amor primero, tan rotundo como difícil de explicar. Está rodeada de ese plástico transparente, bolsa con el nombre impreso de la tintorería que estás deseando levantar el día que sale la cofradía de tus amores. Y pasas a menudo sin necesidad por el cuarto para comprobar que ella sigue en el mismo lugar, que nada ha cambiado y que no hay problemas. Una túnica colgada de la puerta de tu dormitorio es una declaración de amor, seguramente el amor más fiel que existe.

No puedes conformarte. Has levantado el plástico para tocarla, para sentir en tu mano el escudo que un día viste coser a tu madre sobre el pecho, o sobre el hombro de tu capa. Lo recuerdas como si fuera ayer. Incluso has buscado con el olfato el olor a la gloria. Una túnica limpia y planchada huele a gloria. Una túnica recién utilizada, con los bajos negros y churretes de cera huele a Sevilla, a misión cumplida, a inicio de añoranza, a espera. Huele a camino de vuelta, a bostezo y humo, a beso de un padre que ya no te abraza.

Has vuelto a recorrer el pasillo. Sigue allí, al fondo, colgada de tu puerta mientras envidias a la percha que lleva un año con ella. La túnica recién lavada y planchada hace una pareja perfecta con una percha que parece se fabricó para sostenerla.

Y, muy pronto, en el primer cajón de la mesilla, la papeleta de sitio, el documento que acreditará tu pertenencia y tu compromiso, esa cuartilla doblada que repasarás un millón de veces en treinta días. Mientras tanto, en la papelera de tu cuarto sigue hecho una bola el envoltorio –también de plástico– en el que te llegó el último ejemplar del boletín. Puede leerse en la etiqueta tu nombre y tu número de hermano. Ha pasado otro año.

Has agarrado con las dos manos el marco con la foto de tu Virgen que tienes en la mesa de estudio y la miras detenidamente. Sigue guapísima. Le vuelves a prometer que este año irás por la hermandad más veces, a verla, a echar una mano, a participar de sus cosas, a quererla y decirle cómo te marcha la vida. También se lo habías prometido el año pasado pero no pudo ser. Y en esas te regresan los ojos a la túnica colgada, limpia, estirada, perfecta, sobre tu puerta en un equilibrio perfecto. Has pensado qué día es hoy para, mentalmente, hacer la cuenta exacta de los días que te quedan para vestirla en una liturgia doméstica que se repetirá como se hizo siempre. Esta tarde no le preguntarás a tu madre por el cíngulo porque ya lo hiciste ayer... y anteayer. Ella lo tiene todo buscado y encontrado, en orden para pasar revista. No falla.

Incluso en la calle, cuando sales con tus amigos, estás pensando en la túnica, la misma que buscarás en cuanto entres por la puerta de tu casa, antes de cenar si quiera. Ella es el anuncio y la certeza, el temor y el orgullo. En Sevilla no nos ponemos una túnica, la vestimos, la sentimos, la dejamos que nos abrace porque abrazarla no podemos. Vestirse de nazareno es, quizá, lo más importante que puede pasarnos. Lo sabemos. Por eso tocamos la túnica colgada de la puerta una y otra vez. Y es que, al tocarla, sabemos que todo está aquí. Que el tiempo se empeña en arañarnos el corazón. Que ha llegado la hora.

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